FUNERAL FR. CARLOS ROBLES CANDANEDO, OP. 26 de septiembre de 2024
«Tengo sed de ti»
Queridos hermanos, un abrazo fraterno de acogida a sus sobrinas (Paula y Josefina) y a sus primos y demás familiares y amigos; a sus hermanos de comunidad (Xabi, Javier, Vicente y Esteban. También a Pablo y Darío, prenovicios, recién incorporados a la comunidad. Hoy, especialmente, no puedo dejar de mencionaros a todos vosotros, comunidad cristiana de la parroquia del Santo Cristo del Olivar. Carlos ha sido vuestro párroco durante estos últimos 18 años. Él, aunque era despistado, lograba identificar vuestros nombres, conocía vuestros rostros, sabía de vuestras alegrías y zozobras. Guardaba vuestros secretos. Estaba pendiente de vosotros a su manera; sin hacer ruido, pero con una cercanía cálida y una palabra serena. Huía de los comportamientos agresivos y violentos. Le asustaba el excesivo pesimismo sobre la vida y las cosas. Le preocupaba más bien la pérdida de esperanza. ‘La pérdida de la gracia de Dios’ en la vida de aquellos que conocía personalmente. Fue un hombre preocupado, ante todo, por las personas y sus situaciones. Por eso fue libre, muy libre. Eso sí, siempre desde una libertad responsable y en contraste con sus más allegados. Gracias a todos por haberle cuidado, y mucho, de un modo más intenso durante estos últimos días. Quiso despedirse así de todos y cada uno de vosotros. Ante el desenlace de su muerte brotó con fuerza su personalidad. Se ha dado tiempo para despedirse. Así ha sido él en vida. Darse tiempo para las personas y las cosas.
Ante la desazón de su muerte -todos le habéis querido y mucho- acudimos hoy a la Palabra de Dios para percibir mejor su presencia -la de Dios-, a través de aquellos que en vida nos han dejado una palabra de consuelo; un gesto; una sonrisa; una presencia; una conversación; un encuentro amistoso y fraterno, que nos haya interpelado y apresado por dentro. Hemos elegido especialmente para esta ocasión los textos de la Sagrada Escritura que mejor pueden expresar lo que para todos nosotros ha sido Carlos durante su vida.
En los Hechos de los Apóstoles, un texto muy apreciado por Carlos y que predicó muchas veces en el ejercicio de su ministerio, nos deja entrever con claridad una experiencia de Dios que nos ayuda a entendernos mejor en nuestra propia existencia. No hemos de buscar a Dios muy lejos de nosotros. No está lejos de cada uno, pues en él vivimos, nos movemos y existimos. “En el vivimos, nos movemos y existimos”, un versículo, tres expresiones reiteradamente repetidas por Carlos en muchas ocasiones, sobre todo cuando percibía alguna dificultad mayor en sí mismo y en los demás. Las pronunciaba para sí mismo y para los demás. Sixto me recordaba estos días que durante este verano le oyó muchas veces decir, al iniciar la jornada de cada día: “Lo que hoy ocurra, conviene”. En Dios vivimos, nos movemos y existimos. Estas palabras configuran un modo de ver la vida, la realidad que nos toca vivir. No es extraño, en una personalidad como la de Carlos, que repitiera con frecuencia estas palabras. Dios en su vida cotidiana no fue una realidad desapercibida. Tenia un cierto sentido de lo providente. Una mirada sobre la realidad que alcanzaba a ver como Dios nos mira. Esta actitud ante la vida no es improvisada. Requiere una ascesis y un trabajo personal que ha ido madurando a lo largo de los años.
Carlos intentaba expresar bien la experiencia de Dios interior que vivía y que le sostenía en la vida diaria y cotidiana. No dejaba de ‘tener su mística’, podríamos decir. Varias expresiones musicales le gustaban especialmente. Pero hay una que, quizás, condense a todas las demás. Aquella que dice, en la melodía de Taizé alcanzaba su mejor sonoridad, «Tengo sed de ti, Oh fuente del amor. Tengo sed de ti, Sagrado corazón». Esta sed de Dios manifiesta le llevó a explorar el misterio de la vida y de la muerte que nos envuelve. Por esta razón: porque en ‘él vivimos, nos movemos y existimos’; porque en él ‘encontramos nuestro descanso’.
En el Evangelio de Mateo hemos escuchado una vez más el texto de las Bienaventuranzas. Cada una de las expresiones que hemos oído son mucho más que una mera afirmación espontánea. Vienen respaldadas por la experiencia de la vida. No las hubiera proclamado el evangelista si no hubiera ‘carne humana’ que las pudiera hacer realidad. Si todos y cada uno de nosotros somos ‘linaje de Dios’, es porque en él vivimos, nos movemos y existimos, somos dichosos y bienaventurados. Cada uno, cada una, podrá encontrar en su vida bendecida por Dios la bienaventuranza que mejor alcance. En ellas, en las bienaventuranzas, encontramos la paz, el consuelo y el descanso que necesitamos. Muchos hombres y mujeres encontraron en ellas su mejor aprendizaje para la vida, sobre todo cuando ésta se hace especialmente dura y difícil.
Todos tenemos la experiencia de percibir en algunas personas el don de la serenidad y del consuelo. Ansiamos encontrarnos con personas que, desde su mansedumbre, sean capaces de acoger aquello que nos turba y tensiona por dentro y por fuera, que acojan nuestro llanto; personas que nos ayuden a ser más misericordiosos y comprensivos, a trabajar por la paz y procurar una mayor justicia.
Es verdad que la vida, quizás de forma inevitable, nos genera muchas tensiones y zozobras. Las sufrimos y desde ellas podemos también hacer sufrir a los demás. Hay personas que tienen el don de la calma y de la serenidad. Así lo elevaba con mucha frecuencia Carlos a Dios en una de las plegarias de la Eucaristía que más le gustaban: la plegaria de los niños. Tanto os ha impactado esta plegaria, en la que Carlos añadía algunas expresiones propias de su experiencia de acompañamiento a muchas personas sufrientes, que la habéis querido recordar especialmente el día de su muerte. No puedo, por menos, de repetir esas palabras tan sentidas y que a muchos de vosotros os llena de paz interior: “Líbranos Señor de todos los males, especialmente de nuestros miedos, angustias, ansiedades, depresiones, pensamientos obsesivos, preocupaciones inútiles que paralizan nuestro trabajo, nuestro encuentro, nuestros sueños… y, concédenos la paz, la serenidad, la tranquilidad, el sosiego, la calma, para que ayudados por tu misericordia vivamos siempre libres de pecado”. Estas palabras pronunciadas tantas veces por Carlos han quedado grabadas en vuestra memoria para siempre. Repetidlas una y otra vez cada vez, imploradlas a Dios, cada vez que de él necesitéis paz y consuelo.
Al final:
¡Podemos llorar porque se ha ido o reír porque ha vivido!
Podemos cerrar los ojos y rezar que vuelva
o podemos abrirlos y ver todo lo que ha dejado.
Podemos llorar, cerrar la mente, sentir el vacío
o podemos hacer lo que a él le gustaría.
¡¡Meditar, respirar profundo, amar y seguir!!
¡Descanse en paz para siempre!